Leía tranquilamente el domingo el suplemento de Negocios del diario El País, vi la sonrisa de Paul Krugman y cuando Krugman está feliz a mi eso me asusta. No es que tenga nada contra la felicidad personal del economista y profesor de Princeton, Nobel de Economía en el 2008, pero cada vez que la sonrisa de su rostro se debe a un hecho económico, me pongo a temblar, pues es seguro que una libertad más se ha visto recortada en nombre del bien común y el Estado del Bienestar. Y no estaba equivocado.
En “Canción triste del dinero caliente” realiza un breve análisis de la situación que la Unión Europea a vivido debido a la crisis de Chipre y la solución dada. Y le gusta pero con matices. Lo que realmente le agrada es que el libre movimiento de capitales se vea limitado, no que los accionistas y dueños de los bancos sufran quitas, y se pone melancólico recordando mejores tiempos:
No siempre fue así. Durante las dos primeras décadas después de la Segunda Guerra Mundial, los límites a los flujos de dinero transfronterizos se consideraban en general una buena política; eran más o menos universales en los países más pobres y también estaban presentes en la mayoría de los países más ricos.
A Krugman le parece fantástico que el gobierno de Chipre haya decidido crear un “corralito” sobre el ahorro chipriota, prohibiendo sacar más de una determinada cantidad de dinero de sus bancos, pero es más, le gusta mucho más que la libertad de entrada y salida de capitales se limite a una cifra, que como no, fijarán los diferentes Estados considerando sus necesidades, ahora bien, ¿las de quién?, las del Estado por supuesto, no las del ciudadano.
Aunque a él le recuerda los buenos tiempos de la época de los años 60 y 70, a mi me lleva irremediablemente a ese discurso obsoleto y perdido en el tiempo de la filosofía mercantilista y la preocupación por la acumulación de oro y plata como factor de riqueza nacional. Desde el bullionismo hasta el colbertismo.
Para Krugman si hay un verdadero culpable de todos los males que ha padecido al economía mundial desde los años 80, es esa mayor libertad de los mercados, basada en la mayor libertad de movimientos de capitales:
Pero lo cierto, por mucho que a los ideólogos les cueste aceptarlo, es que el libre movimiento de capitales cada vez se parece más a un experimento fallido. Ahora resulta difícil de imaginar, pero durante más de tres décadas tras la Segunda Guerra Mundial apenas se produjeron crisis financieras como estas a las que últimamente nos hemos acostumbrado tanto. Sin embargo, desde 1980 la lista es impresionante: México, Brasil, Argentina y Chile en 1982; Suecia y Finlandia en 1991; México otra vez en 1995; Tailandia, Malasia, Indonesia y Corea en 1998; Argentina otra vez en 2002. Y, por supuesto, la oleada de desastres más reciente: Islandia, Irlanda, Grecia, Portugal, España, Italia, Chipre.
Ninguna de estas crisis se debe a una deuda excesiva que haya puesto en peligro las economías nacionales, sino:
Los banqueros sin control son un argumento mejor […] Pero el mejor indicio para predecir una crisis son las grandes entradas de capital extranjero: en todos salvo en dos de los casos que acabo de mencionar, la crisis fue consecuencia de la llegada al país de una avalancha de inversores extranjeros, seguida de su desaparición repentina.
¿Perdón, Sr. Krugman? Ante esa afirmación solo me cabe pensar que o bien mis lecturas de historia económica están equivocadas o bien, lo está usted. La “década perdida de Latinoamérica” que corresponde con las crisis de México, Brasil, Argentina y Chile se debió, si mal no recuerdo, al excesivo endeudamiento que las diferentes economías nacionales firmaron con prestamistas extranjeros por las políticas de industrialización que emprendieron. Es decir, realizaron políticas expansivas del gasto público que decidieron pagar con emisión de deuda. Cuando los que habían dejado el dinero comenzaron a ver que estos países comenzaban a tener dificultades para hacer frente a al pago de la misma, bien porque no eran capaces de contener el gasto, porque las políticas fiscales expansivas no eran válidas y sus economías no crecían lo suficiente, cerraron el grifo del dinero y por ende, se produjo la crisis.
Algo parecido sucedió con la crisis del sudeste asiático, cuando países como Tailandia, Malasia, Indonesia, Hong Kong y Corea del Sur. Sus bancos centrales decidieron en los años previos, subir los tipos de interés, lo que provocó una oleada de dinero hacia esos mercados buscando una rentabilidad mayor que en sus países de origen. Esa entrada de capitales, provocó una serie de burbujas, que trastocó el tejido productivo de las diferentes economías, que comenzaron a crecer al calor de la fácil financiación a la que se podía acceder. Para mayor desgracia, la mayoría de las divisas asiáticas de estos países, tenían sus tipos de cambio intervenidos, como por ejemplo el bath tailandés, que mantuvo su paridad con el dolar. Las políticas de control de divisas, junto con el aumento descontrolado del gasto público, provocó un excesivo endeudamiento que tarde o temprano, acabaría llevándose por delante a la economía. Y pasó, claro que pasó.
Lo curioso de todo esto, es que en el caso asiático, el propio Krugman estudió la crisis, que acachó no tanto a la entrada de capitales, que habían aumentado la productividad total, pero no la productividad de los factores, es decir, había más producción pero no por una mejora de la productividad de los factores nacionales de producción, sino al comercio exterior. Para él, un crecimiento sano supone la necesidad de una mejora en dichos factores productivos. Sin embargo, resulta llamativo que cuando ese dinero excesivo es por decisión de un aumento del gasto público, es positivo para la economía, aunque no afecte a esa mejora de la productividad de los factores.
Podemos comprobar, en todo caso, que en los ejemplos expuestos lo que tenemos en común, no es que en un determinado momento una economía tenga mayor facilidad para obtener financiación, es decir, exista una mayor libertad de capitales; sino a que las decisiones de esas políticas de financiación no se deben a las decisiones privadas, sino a una decisión pública que decide llevar a cabo una política económica determinada que además, suele primero financiar gastado y luego pidiendo prestado en el exterior. Por lo tanto, el problema no está tanto en reducir una libertad, sino en vigilar y acotar más la intromisión del estado en la economía.
Aunque eso a Krugman le da igual, porque para él, el asunto está claro:
¿Y ahora qué? No espero ver un rechazo repentino y generalizado de la idea de que el dinero debe ser libre para ir adonde quiera cuando quiera. Sin embargo, sí puede que haya un proceso de erosión, a medida que los Gobiernos intervengan para limitar tanto el ritmo de entrada del dinero como la velocidad de salida. Podría decirse que el capitalismo mundial va camino de volverse considerablemente menos mundial. Y eso está bien. Ahora mismo, los viejos tiempos en los que no era tan fácil mover grandes cantidades de dinero a través de las fronteras nos parecen bastante buenos.
El problema para Krugman está en nuestra libertad, no en que el mercado de dinero esté intervenido hasta tal punto que el estado es el único dueño de la mercancía que en este se produce, y no contento con ello, es el estado el qué decide en a qué precio y en qué cantidad.
Krugman sonríe nosotros perdemos una faceta de libertad más.