Podemos decir que un título de renta fija es un acuerdo por el cual un agente financiero, el acreedor, le presta a otro, el deudor, una cantidad de dinero con la promesa por parte de este último de devolverlo junto con sus intereses en una serie de pagos periódicos. En otras palabras, un título de renta fija no es otra cosa que un préstamo –técnicamente es más bien una parte alícuota de un préstamo de tan elevado importe y/o asociado a una inversión de tan alto riesgo que un único acreedor no podría asumirlo– sustentado por un título-valor o contrato susceptible de negociación en mercados financieros secundarios.
Como renta fija que son, estos títulos remuneran el importe prestado mediante el pago de un interés fijo normalmente una o dos veces al año. Hay una excepción que son los bonos cupón cero, que no pagan intereses y generalmente son emitidos a muy corto plazo –un año como mucho–. Su rentabilidad, lo que gana el inversor, procede de la diferencia entre el precio de compra o de emisión y el de venta o de reembolso. Hay otro tipo de títulos –que en la actualidad ya no se usan tanto como antaño– que sí pagan intereses, pero nunca devuelven la cantidad prestada: son los títulos de deuda perpetua.
Además, hay títulos que pagan intereses que varían en función de la evolución de índices externos –el Euríbor es el más común de estos índices–: los títulos referenciados. Otros títulos vinculan su cuantía –o parte de la misma– a los resultados obtenidos por la empresa emisora –: los títulos participativos–. Normalmente estos tipos de títulos cotizan en el mercado secundario de renta fija (AIAF, en España) y por eso, a pesar de que sus intereses no son estrictamente fijos, suelen considerarse títulos de renta fija.
También existen diversas formas de devolver la cuantía prestada, circunstancia que se conoce como reembolso o amortización del título. Aunque, con diferencia, lo más frecuente es que lo prestado se devuelva íntegramente junto con el último pago de intereses, también es posible encontrar títulos que devuelven una parte de lo prestado con cada pago de intereses. Y, dentro de éstos, podemos encontrar unos que devuelven siempre la misma cantidad y otros para los que la cantidad devuelta varía en cada reembolso. Es posible también diferenciar aquí otro tipo de títulos que son los denominados títulos convertibles los cuales, en vez de amortizarse una vez alcanzado su plazo, son canjeados por otros productos financieros –normalmente, acciones de la propia entidad emisora de los títulos de renta fija–.
Las tristemente famosas preferentes, de las que ya se ocupó mi colega David Pazos en esta entrada, son una combinación de títulos participativos con deuda perpetua y obligaciones convertibles que atrapan al inversor incauto en una inversión ilíquida y sin pago de intereses.
Una tercera característica de la renta fija es su plazo: cuántos años durará vivo el título o cuándo va el inversor a recuperar la totalidad de su inversión. Aquí lo normal es conocer de forma cierta la duración de un título de renta fija, aunque en determinadas emisiones es posible que sólo conozcamos sus duraciones mínima y máxima puesto que el momento exacto de la amortización del título –la devolución del principal– es determinado mediante un sorteo entre todos los títulos que permanecen vivos –llamamos títulos vivos de una emisión a aquellos que aún no han sido amortizados.
Además, en la renta fija es usual encontrar otra serie de características que buscan hacer más atractivo un título frente a los inversores en el mercado primario o de emisión. Entre estas están la prima de emisión –consistente en que el precio de emisión del título es inferior a la cuantía nominalmente prestada–, la prima de reembolso –el precio de reembolso es superior a la cuantía prestada– y los lotes –en realidad un lote es una prima de reembolso que, en vez de afectar a todos los títulos, afecta sólo a unos cuantos que se determinan por sorteo en cada reembolso–. Estas características, por extraño que parezca, a veces se aplican “en contra” del inversor, es decir, que podemos encontrarnos con primas de emisión o de reembolso negativas –el inversor paga más de lo que presta, por así decirlo, o recibe menos de lo que ha prestado, respectivamente– o con el conocido como cupón seco –por el que un título no percibe los intereses correspondientes a su último cupón–. El objetivo de este tipo de características tan poco comerciales es suavizar, para el emisor, alguna otra característica que es la que se usa como reclamo para los inversores –así, por ejemplo, un tipo de interés extremadamente alto puede ser compensado por una prima de emisión a pagar por el inversor que haga que el coste de la emisión no sea tan alto para el emisor, ni, por supuesto, la rentabilidad para el inversor tan elevada como parace indicar el tipo de interés–.