Cuando hablamos de inflación, parece que todos pensamos en la subida del precio de las cosas. El concepto es más o menos ese. De hecho, la inflación se mide en la diferencia que se ha aplicado de precio en varios productos y servicios que se tienen en cuenta para el cálculo de la cifra. En caso de que de media esos bienes cuesten más, la inflación es positiva. En caso de que cuesten menos que respecto al período anterior, es negativa. Visto así, podría parecer que ante inflaciones negativas, las economías domésticas siempre ganan. De hecho, con el mismo dinero podrían comprar más cosas. Pero esto no es del todo cierto.
En momentos económicos en los que la inflación es negativa, es cierto que en un primer momento el que tiene ahorros, un sueldo fijo o unos ingresos por rentas podría verse beneficiado por los bajos precios. Sin embargo, si la situación se mantiene a lo largo del tiempo, las consecuencias para el empleo, la producción y el consumo pueden ser pésimas, llevando a todos los integrantes del proceso económico a un círculo vicioso del que resulta difícil salir.
Si todo cuesta menos, el consumidor puede pensar que el próximo mes, bajarán aún más las cosas. Así, el consumo sigue en picado. Pero al mismo tiempo, si el consumo está en picado, las empresas se plantean producir menos, porque no están vendiendo. En esas primeras fases de producción menor, pueden empezar los procesos de re-estructuración de plantilla, con reducciones de jornadas, y por lo tanto, de salarios para los trabajadores, que también forman parte de la rueda del consumo. Si nada cambia, y el consumo continúa bajo mínimos, el círculo avanza y comienzan los despidos. Con ellos masificados, ya hay consumidores que no compran porqué confían en que todo baje, y otros que no lo hacen porque ya no pueden.
Tenemos así que la inflación negativa puede ser un arma de doble filo para el ciudadano de a pie, que desde luego, al menos a largo plazo, no supone crear una realidad demasiado positiva en el panorama social.
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